Se sentó en la silla, lápiz en mano, frente al papel. La cosa era sencilla, las palabras existían, estaban ahí y creía conocerlas casi todas. Incluso había estado leyendo el diccionario, una antigua edición escolar de cuando abolengo y perspicacia aún se usaban en televisión. Tan sólo había que ordenarlas en la forma precisa. Pero no sucedía nada.
Las palabras bonitas se escondían en lo más oscuro de su cabeza, y las únicas que asomaban no se dejaban coger, resultaban escurridizas. De modo que cien veces empezó una frase y las cien la dejó sin terminar. Juntaba cinco palabras y le parecía prometedor, pero entonces no había manera de encontrar la sexta, así que volvía a buscar otras cinco con que empezar.
Los minutos pasaban en puñados de a diez, y a cada paso él se desesperaba más. Cuando los minutos, con sus sesenta segundos, se contaban ya por más de doscientos, centenares de tachaduras emborronaban el papel y ni una sola palabra se dejaba leer.
Y así cayeron sus primeras lágrimas sobre la hoja, y en ese mismo instante pudo empezar a escribir.
Las palabras bonitas se escondían en lo más oscuro de su cabeza, y las únicas que asomaban no se dejaban coger, resultaban escurridizas. De modo que cien veces empezó una frase y las cien la dejó sin terminar. Juntaba cinco palabras y le parecía prometedor, pero entonces no había manera de encontrar la sexta, así que volvía a buscar otras cinco con que empezar.
Los minutos pasaban en puñados de a diez, y a cada paso él se desesperaba más. Cuando los minutos, con sus sesenta segundos, se contaban ya por más de doscientos, centenares de tachaduras emborronaban el papel y ni una sola palabra se dejaba leer.
Y así cayeron sus primeras lágrimas sobre la hoja, y en ese mismo instante pudo empezar a escribir.