El calor con agua hace verano

Calor asfixiante, jadeo, sudor indolente, aplatanamiento.
Latidos sordos, muy lentos, muy vagos.
Todo cuerpo y materia más allá de la piel se transmuta en viscosa cinta adhesiva.
Marcada irritación, la ropa asemeja papel de lijar.
Todo discurre lento, sin energías.
Toda fuerza resulta instantáneamente evaporada por el calor, sofocante.
Cerrar los párpados, pesados de exudación, e imaginar una sutil corriente de aire. Ligera como el ensueño mismo.
La menta embotada, poco a poco, intenta recrear el sonido el agua al fluir. Un pequeño río brota del cielo de yeso, baja en una pequeña cascada junto a la pared y rodea tu cuerpo arrodillado formando un meandro. Apenas a dos palmos de tus pies corre el agua de nuevo, liviana y fresca, húmeda y vigorosa.

El calor con agua hace verano, el calor solo tan sólo hace infierno.

Siempre nos quedará Ayer

La muerte en sí, la muerte del hoy, tan sólo es la muerte del mañana; el ayer siempre quedará, por mucho anteayer que sea y por poco que se recuerde.

Echad a menudo la mirada atrás con los pies hacia delante, traed con vosotros al hoy de este momento el ayer de aquél que lo fue.

Y es que el hoy, en sí mismo -y en nosotros- tan sólo es la consciencia de todo ayer, desde el más temprano hasta el más añejo. Siendo el hoy el alegre trazo de nuestra pluma, el ayer aquello escrito, y el mañana el papel por manchar.

No temáis, pues, de quedaros sin tinta, o sin papel, y regocijáos siempre en lo escrito de vuestro puño y letra, que serán por siempre vuestro puño y vuestra letra.

El vino del estío

El señor Samderson atravesó la zapatería como debe atravesar su tienda un vendedor de animales domésticos: tocando levemente las jaulas con bestias de todo el mundo. Acarició los zapatos del escaparate, y algunos eran para él como gatos, y otros como perros. Tocó cuidadosamente todos los pares, ajustó todos los zapatos, arregló las lengüetas. Luego se detuvo en el centro mismo de la alfombra, y miró, satisfecho, alrededor.
Se oyó el ruido creciente de un trueno.
Un segundo antes no había nadie en la puerta del Emporio de los Zapatos. Un segundo después, la figura de Douglas Spaulding se alzaba allí torpemente, clavados los ojos en sus zapatos de cuero, como si no pudiera levantar esas cosas pesadas. Los zapatos se habían detenido, y el trueno se había detenido. Ahora, con dolorosa lentitud, atreviéndose a mirar el dinero que llevaba en la mano entreabierta, Douglas dejó atrás la brillante luz solar del mediodía del sábado. Ordenó cuidadosamente en el mostrador las pilas de distintas monedas, como alguien que estuviese jugando al ajedrez, preocupado por el movimiento siguiente, que podía llevarlo al sol o hundirlo en las sombras.
-¡No digas nada! -exclamó el señor Sanderson.
Douglas se detuvo, petrificado.
-Primero, sé qué quieres comprar -dijo el señor Sanderson-. Segundo, te he visto todas las tardes ante mi escaparate. ¿Crees que no te veo? Te equivocas. Tercero, para darle su nombre completo, quieres las zapatillas Mullidas Pieslivianos Corona Real. ¡MENTOL PARA SUS PIES! Cuarto, quieres crédito.
-¡No! -gritó Douglas, jadeando, como si hubiese corrido en sueños toda la noche-. Algo mejor que un crédito. Pero antes señor Sanderson, hágame un favor. ¿Cuándo se puso por última vez un par de Zapatillas Pieslivianos?
El rostro del señor Sanderson se oscureció.
-Oh, diez, veinte, quizá treinta años atrás. ¿Por qué?
-Señor Sanderson. ¿No cree que los clientes se merecen, señor, que pruebe por lo menos las zapatillas de la casa, un minuto, y sepa así cómo quedan? La gente se olvida si deja de probar cosas. El hombre de la tienda de cigarros fuma cigarros, ¿no es así? El caramelero disfruta de su propia mercancía, creo. Así que...
-Habrás advertido -dijo el viejo- que llevo zapatos.
-¡Pero no zapatillas deportivas, señor! ¿Cómo va a venderlas si no le entusiasman, y cómo van a entusiasmarlo si no las conoce?
El señor Sanderson retrocedió un poco, como manteniéndose a distancia de la pasión del niño, y se llevó la mano a la barbilla.
-Bueno...
-Señor Sanderson -dijo Douglas-, usted me vende algo y yo le vendo algo, del mismo valor.
-¿No hay trato si no me pruebo un par de zapatillas? -dijo el viejo.
-¡No, señor!
El viejo suspiró. Un minuto después, sentado, jadeando suavemente, se ataba el par de zapatillas. Parecían ahora, en los pies delgados y largos, bajo las oscuras botamangas del traje oscuro, distintas y ajenas. El señor Sanderson se puso de pie.
-¿Cómo le sientan? -preguntó el niño.
-Cómo me sientan, pregunta. Magníficamente. -El viejo buscó la silla.
Douglas extendió la mano.
-¡Por favor! Señor Sanderson, sería usted tan amable... ¿Se balancearía un poco, hacia delante y atrás, daría unas vueltas, unos saltitos, mientras le digo el resto? Es así: le doy mi dinero, usted me da las zapatillas. Falta un dólar. Pero, señor Sanderson, pero... ¿sabe usted qué ocurrirá cuando al fin me ponga las zapatillas?
-¿Qué?
-¡Pum! ¡Llevaré paquetes, recogeré paquetes, traeré café, barreré los suelos, correré al telégrafo, a Correos, a la biblioteca! Verá usted doce Douglas, que salen y entran, salen y entran, cada minuto. ¿Siente esas zapatillas, señor Sanderson, siente qué ligero me harán? ¿Siente esos muelles? ¿Siente con qué suavidad le toman los pies y no le dejan estarse quieto? ¿Siente con qué rapidez haré tantas cosas y usted no tendrá que molestarse? ¡Podría quedarse aquí, al fresco de la tienda, mientras voy saltando por el pueblo! ¡Pero no soy yo realmente, sino las zapatillas! ¡Van como locas por las avenidas, cortando camino, y de vuelta! ¡Allá van!
El torrente de palabras sacudía al señor Sanderson. Douglas hablaba y él se hundía en las zapatillas, flexionaba los dedos, arqueaba los pies, movía los tobillos. Se balanceaba suavemente, secretamente, hacia delante y hacia atrás, como mecido por la brisa que venía de la calle. Las zapatillas se imponían silencio a sí mismas, hundiéndose en la alfombra, hundiéndose en las hierbas de la jungla, en una arcilla gredosa y elástica. Dio un saltito solemne en la masa espumosa de la tierra complaciente y servicial.
Las emociones le corrieron por la cara como oscilantes luces de color. Abrió un poco la boca. Poco a poco fue tranquilizándose y deteniéndose, y la voz del chico se apagó, y los dos se miraron en un silencio tremendo y natural.
Unas pocas personas se movían por la acera, al sol cálido.
El hombre y el chico seguían inmóviles; el chico resplandeciente, el hombre con la revelación pintada en la cara.
-Muchacho .dijo el viejo al fin-, ¿aceptarías dentro de cinco años un puesto de vendedor en este emporio?
-Dios, gracias, señor Sanderson, pero aún no sé qué seré.
-Lo que quieras, hijo -dijo el viejo-. Nadie podrá detenerte.
El viejo cruzó ligeramente la tienda hasta la pared de diez mil cajas, volvió con un par de zapatillas para el chico, y escribió en un papel mientras Douglas se ataba las zapatillas , se ponía en pie y esperaba.
El hombre le alcanzó el papel.
-Una docena de cosas que harás para mí esta tarde. Cuando termines, estás despedido.
-¡Gracias, señor Sanderson!
Douglas se alejó de un salto.
-¡Un momento! -gritó el viejo.
Douglas frenó y se volvió.
El señor Sanderson se inclinó hacia delante.
-¿Cómo te sientan?
El muchacho se miró los pies sumergidos en ríos, en trigales, en el viento que ya se lo llevaba fuera del pueblo. Miró luego al viejo, con los ojos brillantes, moviendo los labios, pero sin hablar.
-¿Antílopes? -dijo el viejo, mirando primero la cara del chico y luego las zapatillas-. ¿Gacelas?
Douglas pensó un instante, titubeó, y afirmó con un movimiento de cabeza. Casi inmediatamente dio media vuelta y desapareció. El sonido de las zapatillas se apagó en el calor de la jungla.
El señor Sanderson se detuvo en el umbral bañado por el sol, escuchando. De mucho tiempo atrás, cuando soñaba como un niño, llegó el recuerdo. Hermosas criaturas que saltaban en el aire, que desaparecían detrás de las malezas, bajo los árboles, lejos, dejando sólo un débil eco de pisadas.
-Antílopes -dijo el señor Sanderson-. Gacelas.
Se inclinó a recoger los abandonados zapatos invernales del chico, pesados con lluvias olvidadas y nieves hacía tiempo fundidas. Saliendo del sol deslumbrante, caminando suavemente, ligeramente, lentamente, se volvió hacia el mundo civilizado.

Ray Bradbury, El vino del estío (Green Town)