Una noche de éstas –poco importa que fuera hoy mismo que hace una o dos semanas– soñé con aire. No con viento, ni con nubes ni con cielo, sólo con aire. Soñé con habitaciones, pasillos, compartimentos estancos para mí pero no para el aire. Puertas y ventanas abiertas de par en par, y contadas también por pares, que para mí eran sólo fronteras, siempre cerradas. Umbrales oscuros, muros invisibles se mostraban terroríficos ante mí, y de ellos manaba el aire en fuertes corrientes. Oleadas de aire cálido me helaban, traspasando ropa y piel por igual, un grueso plumón que parecía una sencilla sábana en invierno intentaba esconderme del aire oscuro. Temeroso me encogía bajo las mantas de la cama pero el aire, que no era especialmente frío, me alcanzaba donde quiera que fuera y me robaba el calor a punta de cuchillo, un cuchillo de hoja helada brillando bajo la luna en plena mañana.
Y alrededor de mi cama, eso era lo peor, arrastrados por la corriente navegaban ellos, los rostros. Caras suplicantes conocidas y ajenas flotaban a la deriva, lanzados con fuerza de una habitación a otra, a través de pasillos helados y entre gemidos heladores. Rostros sin cuerpo que con manos invisibles se aferraban a mi corazón como quién agarra su vida a un escollo, empujados por la corriente de un río bravo. Pero yo no era una roca, yo no vivía en el lecho de un río impasiblemente. Yo era yo, con un corazón que pasaba frío, por el aire, la corriente y las manos heladas, y qué decir de las caras suplicantes.
Y alrededor de mi cama, eso era lo peor, arrastrados por la corriente navegaban ellos, los rostros. Caras suplicantes conocidas y ajenas flotaban a la deriva, lanzados con fuerza de una habitación a otra, a través de pasillos helados y entre gemidos heladores. Rostros sin cuerpo que con manos invisibles se aferraban a mi corazón como quién agarra su vida a un escollo, empujados por la corriente de un río bravo. Pero yo no era una roca, yo no vivía en el lecho de un río impasiblemente. Yo era yo, con un corazón que pasaba frío, por el aire, la corriente y las manos heladas, y qué decir de las caras suplicantes.
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