El vino del estío

– Tom –dijo Douglas–, prométeme algo, ¿sí?
– Prometido, ¿qué es?
– Eres mi hermano y te odio a veces, pero no te separes de mí, ¿eh?
– ¿Me dejarás entonces que ande contigo y los mayores?
– Bueno... sí... aun eso. Quiero decirte que no desaparezcas, ¿eh? No dejes que te atropelle un coche y no te caigas por un precipicio.
– ¡Claro que no! ¿Por quién me tomas?
– Y si ocurre lo peor, y los dos llegamos a ser realmente viejos, de cuarenta o cuarenta y cinco años, podemos comprar una mina de oro en el Oeste, y quedarnos allí, y fumar y tener barba.
– ¡Tener barba, Dios!
– Como te digo. No te separes y que no te pase nada.
– Confía en mí.
– No me preocupas tú –dijo Douglas–, sino el modo como Dios gobierna el mundo.
Tom pensó un momento.
– Bueno, Doug –dijo–, hace lo que puede.

Ray Bradbury, El vino del estío (Green Town)

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