Llego a casa de trabajar y en el portal me saluda el vecino Orín. Tras la exhaustiva inspección del espejo del ascensor abro la puerta con gran esfuerzo, a la llave no le gusta entrar y el informe fue un suspenso.
Entre la oscuridad de las paredes me espera un televisor sin nada bueno que contar y una nevera sin nada (bueno o malo) que ofrecer. Pero el sofá es por siempre un acogedor amigo, complaciente y absorbente. Hogar, agridulce hogar.
Bajo a por algo para cenar, un garito de pakistaníes me ofrece un shawarma, pero no aceptan tarjetas y yo no llevo efectivo. Pero no es problema, como en casa nadie espera, lo pido y voy a sacar dinero, una vuelta más, una vuelta menos.
El cajero más próximo está cerrado a causa de la crisis, pero tampoco hay inconveniente, una vuelta más, una vuelta menos por calles oscuras, frías y solitarias.
De vuelta al kebab, algo para acompañar. Unos aperitivos y alguna botella. Los aperitivos son un buen indicador de que estás acabado, lo estás cuando los tomas sin ser realmente un aperitivo. ¿Qué escogeré? ¿Una cerveza de importación que no merezco? ¿Una cerveza barata que pedirá más? ¿Un whisky que maldeciré dentro de tres horas y odiaré mañana cuando suene el despertador? ¡Una coca-cola! En efecto, una coca-cola será lo mejor para no odiarme más, para no sentirme desgraciado. Beber algo diferente al agua le ayuda a uno a sentirse menos imbécil, aunque a la larga, cuando ésta se torna la rutina, acaba sintiéndose el triple de imbécil.
Cuando estoy subiendo de nuevo a casa vuelvo a sentirme imbécil, concretamente el triple. Una vez leí que quien tomaba coca-cola en las comidas era síntoma de felicidad y despreocupación, por eso me alegré al decidir-me por ella. Pero ahora lo veía de nuevo desde la perspectiva del sofá, sólo buscaba inútilmente un sabor diferente para sentirme menos solo. Hogar agrio hogar.
Y la tele continúa insultándome con sus programas de gritos, sus documentales que no entiendo, sus películas de siempre por la mitad, las mismas escenas, la misma rutina. Con suerte me quedaré dormido, y si algo bueno tengo que decir de la coca-cola es que mañana, cuando vuelva a levantarme para ir a trabajar no tendré resaca. Alguien tenia razón, beber coca-cola me acerca algo más a la felicidad, o me aleja menos de la infelicidad.
Entre la oscuridad de las paredes me espera un televisor sin nada bueno que contar y una nevera sin nada (bueno o malo) que ofrecer. Pero el sofá es por siempre un acogedor amigo, complaciente y absorbente. Hogar, agridulce hogar.
Bajo a por algo para cenar, un garito de pakistaníes me ofrece un shawarma, pero no aceptan tarjetas y yo no llevo efectivo. Pero no es problema, como en casa nadie espera, lo pido y voy a sacar dinero, una vuelta más, una vuelta menos.
El cajero más próximo está cerrado a causa de la crisis, pero tampoco hay inconveniente, una vuelta más, una vuelta menos por calles oscuras, frías y solitarias.
De vuelta al kebab, algo para acompañar. Unos aperitivos y alguna botella. Los aperitivos son un buen indicador de que estás acabado, lo estás cuando los tomas sin ser realmente un aperitivo. ¿Qué escogeré? ¿Una cerveza de importación que no merezco? ¿Una cerveza barata que pedirá más? ¿Un whisky que maldeciré dentro de tres horas y odiaré mañana cuando suene el despertador? ¡Una coca-cola! En efecto, una coca-cola será lo mejor para no odiarme más, para no sentirme desgraciado. Beber algo diferente al agua le ayuda a uno a sentirse menos imbécil, aunque a la larga, cuando ésta se torna la rutina, acaba sintiéndose el triple de imbécil.
Cuando estoy subiendo de nuevo a casa vuelvo a sentirme imbécil, concretamente el triple. Una vez leí que quien tomaba coca-cola en las comidas era síntoma de felicidad y despreocupación, por eso me alegré al decidir-me por ella. Pero ahora lo veía de nuevo desde la perspectiva del sofá, sólo buscaba inútilmente un sabor diferente para sentirme menos solo. Hogar agrio hogar.
Y la tele continúa insultándome con sus programas de gritos, sus documentales que no entiendo, sus películas de siempre por la mitad, las mismas escenas, la misma rutina. Con suerte me quedaré dormido, y si algo bueno tengo que decir de la coca-cola es que mañana, cuando vuelva a levantarme para ir a trabajar no tendré resaca. Alguien tenia razón, beber coca-cola me acerca algo más a la felicidad, o me aleja menos de la infelicidad.
i perquè no un cafè? és més amarg, però més acollidor i amable que la cocacola, tot i ésser dolça, enganxifosa i empalagosa...
ResponderEliminarT'ofereixo una tassa de cafè una tarda tranquil·la, en què tu o jo tornem de fer-nos els ocupats. Una tassa al sofà, o al jardí estirats a l'herba... hmmm barreja d'aromes, gespa i cafè...
(la setmana que ve tinc un pont guai: divendres no tinc classe i dilluns 12 és festa!! voldràs cafè, doncs..?)
Feia temps que no baixava a la teva parada!
ResponderEliminarSaps què hi falta al "hogar"? Un par de buen rollitos de primavera a lo chinito (no kebab a lo paki...) lo "agridulce" s'ha d'acompanyar sempre d'alguna coseta, no? ¿Aliñar lo inaliñable?
En aquell moment les paraules "buen rollito de primavera" hagueren semblat idiotes o insultants.
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