Demian
Y me contó la historia de un muchacho enamorado de una estrella. Adoraba a su estrella junto al mar, tendía sus brazos hacia ella, soñaba con ella y le dirigía todos sus pensamientos. Pero sabía, o creía saber, que una estrella no puede ser abrazada por un ser humano. Creía que su destino era amar a una estrella sin esperanza; y sobre esta idea construyó todo un poema vital de renuncia y de sufrimiento silencioso y fiel que habría de purificarle y perfeccionarle. Todos sus sueños se concentraban en la estrella. Una noche estaba de nuevo junto al mar, sobre un acantilado, contemplando la estrella y ardiendo de amor hacia ella. En el momento de mayor pasión dio unos pasos hacia adelante y se lanzó al vacío, a su encuentro. Pero en el instante de tirarse pensó que era imposible y cayó a la playa destrozado. No había sabido amar. Si en el momento de lanzarse hubiera tenido la fuerza de creer girmemente en la realización de su amor, hubieses volado hacia arriba a reunirse con su estrella.
Dime, cuándo volverás?
Si supiera por un solo momento
cuándo he de volver,
si intuyera por un instante
cuánto me voy a esperar.
Si lo imaginara
tan sólo un poco, amor mío,
habría llegado ya la primavera.
No pude jurar
que estaría por siempre allí,
ni puedo ahora volver
para fingir lo que ya fui.
Si lo prentendiera una sola vez,
volver de nuevo atrás,
¿cómo miraríamos al frente?
cuándo he de volver,
si intuyera por un instante
cuánto me voy a esperar.
Si lo imaginara
tan sólo un poco, amor mío,
habría llegado ya la primavera.
No pude jurar
que estaría por siempre allí,
ni puedo ahora volver
para fingir lo que ya fui.
Si lo prentendiera una sola vez,
volver de nuevo atrás,
¿cómo miraríamos al frente?
Indigno de ser humano
Por lo general, las personas no muestran lo terribles que son. Pero son como una vaca pastando tranquila que, de repente, levanta la cola y descarga un latigazo sobre el tábano. Basta que se dé la ocasión para que muestren su horrenda naturaleza. Recuerdo que se me llegaba a erizar el cabello de terror al pensar en que este carácter innato es una condición esencial para que el ser humano sobreviva. Al pensarlo, perdía cualquier esperanza sobre la humanidad.
Siempre me había dado miedo la gente y, debido a mi falta de confianza en mi habilidad de hablar o actuar como un ser humano, mantuve mis agonías solitarias encerradas en el pecho y mi melancolía e inquietud ocultas tras un ingenuo optimismo. Y con el tiempo me fui perfeccionando en mi papel de extraño bufón.
No me importaba cómo; lo importante era conseguir que se rieran. De esta forma, quizá a los humanos no les importara que me mantuviera fuera de su vida diaria. Lo que debía evitar a toda costa era convertirme en un fastidio para ellos. Debía ser como la nada, el viento, el cielo. En mi desesperación no sólo me dedicaba a hacer reír a mi familia sino también a los sirvientes, que temía aún más porque me resultaban incomprensibles.
En otras palabras de otros
Veo todo en blanco y negro, el vaso acaba siendo amigo mudo. Alfileres, tengo panza arriba la mirada para coger la sisa a las fachadas. Te pilla la tarde en tu cuarto otra vez, no suena el teléfono y tu sabes por qué. Quieto para’o, no te arrimes, ya son demasiados abriles para tu amanecer desboca’o. No sé si ahora soy feliz, la verdad que no lo intento, si me apuras a decir, soy igual que un perro viejo. La vida es de los que arriesgan, de los que muerden sin prejuicios la manzana. Como kamikazes enamorados, como pistoleros de sangre caliente, juégatela un poco, valiente. Tal fue la racha que seguí apostando, luego me dio coraje, ahora me muero por dormir un rato sobre un colchón gigante. Vaig cantant fluixet pel carrer com un nen gran. Rock suave, como un beso en la garganta, rock suave, felino y animal. Llama la subversión a tu cabeza, deja que entre hoy.
Dejadme que os cuente mi cuento de herida y caricias, mi historia de nadie, mi nana del hambre, todas mis mentiras. Menos mal que fui un poco granuja, todo lo que sé me lo enseñó una bruja. ¿Quién ríe, quién sueña, quién sabe lo que quiere si no tenemos dueña? No digas que no, no estás de espera en ninguna estación. Aquel viejo reloj en la torre cada día andaba un poco peor. No tiene ganas de seguir girando hacia nada, no tiene ganas de seguir girando así. Ya no tienes nada que perder, déjame que sea tu gusano, el enterrador de los cuentos malos que no pide precio por tu pasado. Soy el que no tiene sitio, soy el pellizco pa’ cuando te olvidas de que soy el perro verde.
Dejadme que os cuente mi cuento de herida y caricias, mi historia de nadie, mi nana del hambre, todas mis mentiras. Menos mal que fui un poco granuja, todo lo que sé me lo enseñó una bruja. ¿Quién ríe, quién sueña, quién sabe lo que quiere si no tenemos dueña? No digas que no, no estás de espera en ninguna estación. Aquel viejo reloj en la torre cada día andaba un poco peor. No tiene ganas de seguir girando hacia nada, no tiene ganas de seguir girando así. Ya no tienes nada que perder, déjame que sea tu gusano, el enterrador de los cuentos malos que no pide precio por tu pasado. Soy el que no tiene sitio, soy el pellizco pa’ cuando te olvidas de que soy el perro verde.
Vatican Empire
Un divertido gag, con la base del Age of Empires I (qué tiempos aquéllos):
El juego de estrategia para ponerse en la piel del Papa en su visita a España
«VATICAN EMPIRE» Spanish campaign
Controla ejércitos, edifica templos, acaricia monaguillos
¿Te crees que ser Papa es fácil? ¿Crees que podrías ser mejor Sumo Pontífice que Ratzinger? Con VATICAN EMPIRE puedes poner a prueba tus dotes papales. ¿Serás infalible o serás mierder? Para triunfar como papa tendrás que ser una mezcla de Napoleón, Maquiavelo y la monja aquella de gafas que cantaba Dominique-ique-ique. ¡Ya sabes, aplasta el relativismo moral -aplasta, de paso, el sentido común- y haz prevalecer retrógrados valores de los que tranquilizan a las abuelas!
(Teclear iddqd para jugar en modo Dios es tontería porque en aquí ya estás jugando en modo Vicario de Dios)
Gracias, público inteligente
Levantaré un puño,
gritaré cantad conmigo.
Os diré que os quiero,
que sois buenos y sencillos.
He de marcar paquete,
para que creáis lo que digo.
Gracias, público inteligente - Sabino Méndez y los Montaña
Hasta que pierda la voz
...pero debo resistir, aunque no puedo fingir, falta tiempo para todo. Ocho horas pa' dormir, ocho más para cumplir y ocho para lamentarme...
...no dejo de gritar, no me quiero callar, buscando esa ilusión que el tiempo me robó...
...no dejo de gritar, no me quiero callar, buscando esa ilusión que el tiempo me robó...
Apart
Ignorància i confusió, apart.
Una intensa vaga general, sense sentit ni propòsit, "foc, destrucció, el món pot ser només una runa...". Un veritable fenòmen de masses digne d'estudi, si hi ha algú per fer-ho a aquestes alçades.
Una meitat de mi em mira extranyat, de cua d'ull, "sobre la cendra i les runes construirem", mentider. Quan una cosa pretén ser-ho tot, sol acabar en res, i encara més quan arriba la setmana vinent de l'última funció.
En fi, a què vénen els forçats petons d'un passat llunyà? Quin valor ténen ara, quan la primera nit ja va acabar, i la segona i la tercera? Quin impuls segueixen? És legítim?
Diuen que el temps ho cura tot; o bé acaba donant respostes o bé acaba esborrant les mateixes preguntes. Òbviament, si al final de tot s'ha de cremar el paper...
En fi, deixem-ho aquí.
Una intensa vaga general, sense sentit ni propòsit, "foc, destrucció, el món pot ser només una runa...". Un veritable fenòmen de masses digne d'estudi, si hi ha algú per fer-ho a aquestes alçades.
Una meitat de mi em mira extranyat, de cua d'ull, "sobre la cendra i les runes construirem", mentider. Quan una cosa pretén ser-ho tot, sol acabar en res, i encara més quan arriba la setmana vinent de l'última funció.
En fi, a què vénen els forçats petons d'un passat llunyà? Quin valor ténen ara, quan la primera nit ja va acabar, i la segona i la tercera? Quin impuls segueixen? És legítim?
Diuen que el temps ho cura tot; o bé acaba donant respostes o bé acaba esborrant les mateixes preguntes. Òbviament, si al final de tot s'ha de cremar el paper...
En fi, deixem-ho aquí.
El calor con agua hace verano
Calor asfixiante, jadeo, sudor indolente, aplatanamiento.
Latidos sordos, muy lentos, muy vagos.
Todo cuerpo y materia más allá de la piel se transmuta en viscosa cinta adhesiva.
Marcada irritación, la ropa asemeja papel de lijar.
Todo discurre lento, sin energías.
Toda fuerza resulta instantáneamente evaporada por el calor, sofocante.
Cerrar los párpados, pesados de exudación, e imaginar una sutil corriente de aire. Ligera como el ensueño mismo.
La menta embotada, poco a poco, intenta recrear el sonido el agua al fluir. Un pequeño río brota del cielo de yeso, baja en una pequeña cascada junto a la pared y rodea tu cuerpo arrodillado formando un meandro. Apenas a dos palmos de tus pies corre el agua de nuevo, liviana y fresca, húmeda y vigorosa.
El calor con agua hace verano, el calor solo tan sólo hace infierno.
Latidos sordos, muy lentos, muy vagos.
Todo cuerpo y materia más allá de la piel se transmuta en viscosa cinta adhesiva.
Marcada irritación, la ropa asemeja papel de lijar.
Todo discurre lento, sin energías.
Toda fuerza resulta instantáneamente evaporada por el calor, sofocante.
Cerrar los párpados, pesados de exudación, e imaginar una sutil corriente de aire. Ligera como el ensueño mismo.
La menta embotada, poco a poco, intenta recrear el sonido el agua al fluir. Un pequeño río brota del cielo de yeso, baja en una pequeña cascada junto a la pared y rodea tu cuerpo arrodillado formando un meandro. Apenas a dos palmos de tus pies corre el agua de nuevo, liviana y fresca, húmeda y vigorosa.
El calor con agua hace verano, el calor solo tan sólo hace infierno.
Siempre nos quedará Ayer
La muerte en sí, la muerte del hoy, tan sólo es la muerte del mañana; el ayer siempre quedará, por mucho anteayer que sea y por poco que se recuerde.
Echad a menudo la mirada atrás con los pies hacia delante, traed con vosotros al hoy de este momento el ayer de aquél que lo fue.
Y es que el hoy, en sí mismo -y en nosotros- tan sólo es la consciencia de todo ayer, desde el más temprano hasta el más añejo. Siendo el hoy el alegre trazo de nuestra pluma, el ayer aquello escrito, y el mañana el papel por manchar.
No temáis, pues, de quedaros sin tinta, o sin papel, y regocijáos siempre en lo escrito de vuestro puño y letra, que serán por siempre vuestro puño y vuestra letra.
Echad a menudo la mirada atrás con los pies hacia delante, traed con vosotros al hoy de este momento el ayer de aquél que lo fue.
Y es que el hoy, en sí mismo -y en nosotros- tan sólo es la consciencia de todo ayer, desde el más temprano hasta el más añejo. Siendo el hoy el alegre trazo de nuestra pluma, el ayer aquello escrito, y el mañana el papel por manchar.
No temáis, pues, de quedaros sin tinta, o sin papel, y regocijáos siempre en lo escrito de vuestro puño y letra, que serán por siempre vuestro puño y vuestra letra.
El vino del estío
El señor Samderson atravesó la zapatería como debe atravesar su tienda un vendedor de animales domésticos: tocando levemente las jaulas con bestias de todo el mundo. Acarició los zapatos del escaparate, y algunos eran para él como gatos, y otros como perros. Tocó cuidadosamente todos los pares, ajustó todos los zapatos, arregló las lengüetas. Luego se detuvo en el centro mismo de la alfombra, y miró, satisfecho, alrededor.
Se oyó el ruido creciente de un trueno.
Un segundo antes no había nadie en la puerta del Emporio de los Zapatos. Un segundo después, la figura de Douglas Spaulding se alzaba allí torpemente, clavados los ojos en sus zapatos de cuero, como si no pudiera levantar esas cosas pesadas. Los zapatos se habían detenido, y el trueno se había detenido. Ahora, con dolorosa lentitud, atreviéndose a mirar el dinero que llevaba en la mano entreabierta, Douglas dejó atrás la brillante luz solar del mediodía del sábado. Ordenó cuidadosamente en el mostrador las pilas de distintas monedas, como alguien que estuviese jugando al ajedrez, preocupado por el movimiento siguiente, que podía llevarlo al sol o hundirlo en las sombras.
-¡No digas nada! -exclamó el señor Sanderson.
Douglas se detuvo, petrificado.
-Primero, sé qué quieres comprar -dijo el señor Sanderson-. Segundo, te he visto todas las tardes ante mi escaparate. ¿Crees que no te veo? Te equivocas. Tercero, para darle su nombre completo, quieres las zapatillas Mullidas Pieslivianos Corona Real. ¡MENTOL PARA SUS PIES! Cuarto, quieres crédito.
-¡No! -gritó Douglas, jadeando, como si hubiese corrido en sueños toda la noche-. Algo mejor que un crédito. Pero antes señor Sanderson, hágame un favor. ¿Cuándo se puso por última vez un par de Zapatillas Pieslivianos?
El rostro del señor Sanderson se oscureció.
-Oh, diez, veinte, quizá treinta años atrás. ¿Por qué?
-Señor Sanderson. ¿No cree que los clientes se merecen, señor, que pruebe por lo menos las zapatillas de la casa, un minuto, y sepa así cómo quedan? La gente se olvida si deja de probar cosas. El hombre de la tienda de cigarros fuma cigarros, ¿no es así? El caramelero disfruta de su propia mercancía, creo. Así que...
-Habrás advertido -dijo el viejo- que llevo zapatos.
-¡Pero no zapatillas deportivas, señor! ¿Cómo va a venderlas si no le entusiasman, y cómo van a entusiasmarlo si no las conoce?
El señor Sanderson retrocedió un poco, como manteniéndose a distancia de la pasión del niño, y se llevó la mano a la barbilla.
-Bueno...
-Señor Sanderson -dijo Douglas-, usted me vende algo y yo le vendo algo, del mismo valor.
-¿No hay trato si no me pruebo un par de zapatillas? -dijo el viejo.
-¡No, señor!
El viejo suspiró. Un minuto después, sentado, jadeando suavemente, se ataba el par de zapatillas. Parecían ahora, en los pies delgados y largos, bajo las oscuras botamangas del traje oscuro, distintas y ajenas. El señor Sanderson se puso de pie.
-¿Cómo le sientan? -preguntó el niño.
-Cómo me sientan, pregunta. Magníficamente. -El viejo buscó la silla.
Douglas extendió la mano.
-¡Por favor! Señor Sanderson, sería usted tan amable... ¿Se balancearía un poco, hacia delante y atrás, daría unas vueltas, unos saltitos, mientras le digo el resto? Es así: le doy mi dinero, usted me da las zapatillas. Falta un dólar. Pero, señor Sanderson, pero... ¿sabe usted qué ocurrirá cuando al fin me ponga las zapatillas?
-¿Qué?
-¡Pum! ¡Llevaré paquetes, recogeré paquetes, traeré café, barreré los suelos, correré al telégrafo, a Correos, a la biblioteca! Verá usted doce Douglas, que salen y entran, salen y entran, cada minuto. ¿Siente esas zapatillas, señor Sanderson, siente qué ligero me harán? ¿Siente esos muelles? ¿Siente con qué suavidad le toman los pies y no le dejan estarse quieto? ¿Siente con qué rapidez haré tantas cosas y usted no tendrá que molestarse? ¡Podría quedarse aquí, al fresco de la tienda, mientras voy saltando por el pueblo! ¡Pero no soy yo realmente, sino las zapatillas! ¡Van como locas por las avenidas, cortando camino, y de vuelta! ¡Allá van!
El torrente de palabras sacudía al señor Sanderson. Douglas hablaba y él se hundía en las zapatillas, flexionaba los dedos, arqueaba los pies, movía los tobillos. Se balanceaba suavemente, secretamente, hacia delante y hacia atrás, como mecido por la brisa que venía de la calle. Las zapatillas se imponían silencio a sí mismas, hundiéndose en la alfombra, hundiéndose en las hierbas de la jungla, en una arcilla gredosa y elástica. Dio un saltito solemne en la masa espumosa de la tierra complaciente y servicial.
Las emociones le corrieron por la cara como oscilantes luces de color. Abrió un poco la boca. Poco a poco fue tranquilizándose y deteniéndose, y la voz del chico se apagó, y los dos se miraron en un silencio tremendo y natural.
Unas pocas personas se movían por la acera, al sol cálido.
El hombre y el chico seguían inmóviles; el chico resplandeciente, el hombre con la revelación pintada en la cara.
-Muchacho .dijo el viejo al fin-, ¿aceptarías dentro de cinco años un puesto de vendedor en este emporio?
-Dios, gracias, señor Sanderson, pero aún no sé qué seré.
-Lo que quieras, hijo -dijo el viejo-. Nadie podrá detenerte.
El viejo cruzó ligeramente la tienda hasta la pared de diez mil cajas, volvió con un par de zapatillas para el chico, y escribió en un papel mientras Douglas se ataba las zapatillas , se ponía en pie y esperaba.
El hombre le alcanzó el papel.
-Una docena de cosas que harás para mí esta tarde. Cuando termines, estás despedido.
-¡Gracias, señor Sanderson!
Douglas se alejó de un salto.
-¡Un momento! -gritó el viejo.
Douglas frenó y se volvió.
El señor Sanderson se inclinó hacia delante.
-¿Cómo te sientan?
El muchacho se miró los pies sumergidos en ríos, en trigales, en el viento que ya se lo llevaba fuera del pueblo. Miró luego al viejo, con los ojos brillantes, moviendo los labios, pero sin hablar.
-¿Antílopes? -dijo el viejo, mirando primero la cara del chico y luego las zapatillas-. ¿Gacelas?
Douglas pensó un instante, titubeó, y afirmó con un movimiento de cabeza. Casi inmediatamente dio media vuelta y desapareció. El sonido de las zapatillas se apagó en el calor de la jungla.
El señor Sanderson se detuvo en el umbral bañado por el sol, escuchando. De mucho tiempo atrás, cuando soñaba como un niño, llegó el recuerdo. Hermosas criaturas que saltaban en el aire, que desaparecían detrás de las malezas, bajo los árboles, lejos, dejando sólo un débil eco de pisadas.
-Antílopes -dijo el señor Sanderson-. Gacelas.
Se inclinó a recoger los abandonados zapatos invernales del chico, pesados con lluvias olvidadas y nieves hacía tiempo fundidas. Saliendo del sol deslumbrante, caminando suavemente, ligeramente, lentamente, se volvió hacia el mundo civilizado.
Ray Bradbury, El vino del estío (Green Town)
Se oyó el ruido creciente de un trueno.
Un segundo antes no había nadie en la puerta del Emporio de los Zapatos. Un segundo después, la figura de Douglas Spaulding se alzaba allí torpemente, clavados los ojos en sus zapatos de cuero, como si no pudiera levantar esas cosas pesadas. Los zapatos se habían detenido, y el trueno se había detenido. Ahora, con dolorosa lentitud, atreviéndose a mirar el dinero que llevaba en la mano entreabierta, Douglas dejó atrás la brillante luz solar del mediodía del sábado. Ordenó cuidadosamente en el mostrador las pilas de distintas monedas, como alguien que estuviese jugando al ajedrez, preocupado por el movimiento siguiente, que podía llevarlo al sol o hundirlo en las sombras.
-¡No digas nada! -exclamó el señor Sanderson.
Douglas se detuvo, petrificado.
-Primero, sé qué quieres comprar -dijo el señor Sanderson-. Segundo, te he visto todas las tardes ante mi escaparate. ¿Crees que no te veo? Te equivocas. Tercero, para darle su nombre completo, quieres las zapatillas Mullidas Pieslivianos Corona Real. ¡MENTOL PARA SUS PIES! Cuarto, quieres crédito.
-¡No! -gritó Douglas, jadeando, como si hubiese corrido en sueños toda la noche-. Algo mejor que un crédito. Pero antes señor Sanderson, hágame un favor. ¿Cuándo se puso por última vez un par de Zapatillas Pieslivianos?
El rostro del señor Sanderson se oscureció.
-Oh, diez, veinte, quizá treinta años atrás. ¿Por qué?
-Señor Sanderson. ¿No cree que los clientes se merecen, señor, que pruebe por lo menos las zapatillas de la casa, un minuto, y sepa así cómo quedan? La gente se olvida si deja de probar cosas. El hombre de la tienda de cigarros fuma cigarros, ¿no es así? El caramelero disfruta de su propia mercancía, creo. Así que...
-Habrás advertido -dijo el viejo- que llevo zapatos.
-¡Pero no zapatillas deportivas, señor! ¿Cómo va a venderlas si no le entusiasman, y cómo van a entusiasmarlo si no las conoce?
El señor Sanderson retrocedió un poco, como manteniéndose a distancia de la pasión del niño, y se llevó la mano a la barbilla.
-Bueno...
-Señor Sanderson -dijo Douglas-, usted me vende algo y yo le vendo algo, del mismo valor.
-¿No hay trato si no me pruebo un par de zapatillas? -dijo el viejo.
-¡No, señor!
El viejo suspiró. Un minuto después, sentado, jadeando suavemente, se ataba el par de zapatillas. Parecían ahora, en los pies delgados y largos, bajo las oscuras botamangas del traje oscuro, distintas y ajenas. El señor Sanderson se puso de pie.
-¿Cómo le sientan? -preguntó el niño.
-Cómo me sientan, pregunta. Magníficamente. -El viejo buscó la silla.
Douglas extendió la mano.
-¡Por favor! Señor Sanderson, sería usted tan amable... ¿Se balancearía un poco, hacia delante y atrás, daría unas vueltas, unos saltitos, mientras le digo el resto? Es así: le doy mi dinero, usted me da las zapatillas. Falta un dólar. Pero, señor Sanderson, pero... ¿sabe usted qué ocurrirá cuando al fin me ponga las zapatillas?
-¿Qué?
-¡Pum! ¡Llevaré paquetes, recogeré paquetes, traeré café, barreré los suelos, correré al telégrafo, a Correos, a la biblioteca! Verá usted doce Douglas, que salen y entran, salen y entran, cada minuto. ¿Siente esas zapatillas, señor Sanderson, siente qué ligero me harán? ¿Siente esos muelles? ¿Siente con qué suavidad le toman los pies y no le dejan estarse quieto? ¿Siente con qué rapidez haré tantas cosas y usted no tendrá que molestarse? ¡Podría quedarse aquí, al fresco de la tienda, mientras voy saltando por el pueblo! ¡Pero no soy yo realmente, sino las zapatillas! ¡Van como locas por las avenidas, cortando camino, y de vuelta! ¡Allá van!
El torrente de palabras sacudía al señor Sanderson. Douglas hablaba y él se hundía en las zapatillas, flexionaba los dedos, arqueaba los pies, movía los tobillos. Se balanceaba suavemente, secretamente, hacia delante y hacia atrás, como mecido por la brisa que venía de la calle. Las zapatillas se imponían silencio a sí mismas, hundiéndose en la alfombra, hundiéndose en las hierbas de la jungla, en una arcilla gredosa y elástica. Dio un saltito solemne en la masa espumosa de la tierra complaciente y servicial.
Las emociones le corrieron por la cara como oscilantes luces de color. Abrió un poco la boca. Poco a poco fue tranquilizándose y deteniéndose, y la voz del chico se apagó, y los dos se miraron en un silencio tremendo y natural.
Unas pocas personas se movían por la acera, al sol cálido.
El hombre y el chico seguían inmóviles; el chico resplandeciente, el hombre con la revelación pintada en la cara.
-Muchacho .dijo el viejo al fin-, ¿aceptarías dentro de cinco años un puesto de vendedor en este emporio?
-Dios, gracias, señor Sanderson, pero aún no sé qué seré.
-Lo que quieras, hijo -dijo el viejo-. Nadie podrá detenerte.
El viejo cruzó ligeramente la tienda hasta la pared de diez mil cajas, volvió con un par de zapatillas para el chico, y escribió en un papel mientras Douglas se ataba las zapatillas , se ponía en pie y esperaba.
El hombre le alcanzó el papel.
-Una docena de cosas que harás para mí esta tarde. Cuando termines, estás despedido.
-¡Gracias, señor Sanderson!
Douglas se alejó de un salto.
-¡Un momento! -gritó el viejo.
Douglas frenó y se volvió.
El señor Sanderson se inclinó hacia delante.
-¿Cómo te sientan?
El muchacho se miró los pies sumergidos en ríos, en trigales, en el viento que ya se lo llevaba fuera del pueblo. Miró luego al viejo, con los ojos brillantes, moviendo los labios, pero sin hablar.
-¿Antílopes? -dijo el viejo, mirando primero la cara del chico y luego las zapatillas-. ¿Gacelas?
Douglas pensó un instante, titubeó, y afirmó con un movimiento de cabeza. Casi inmediatamente dio media vuelta y desapareció. El sonido de las zapatillas se apagó en el calor de la jungla.
El señor Sanderson se detuvo en el umbral bañado por el sol, escuchando. De mucho tiempo atrás, cuando soñaba como un niño, llegó el recuerdo. Hermosas criaturas que saltaban en el aire, que desaparecían detrás de las malezas, bajo los árboles, lejos, dejando sólo un débil eco de pisadas.
-Antílopes -dijo el señor Sanderson-. Gacelas.
Se inclinó a recoger los abandonados zapatos invernales del chico, pesados con lluvias olvidadas y nieves hacía tiempo fundidas. Saliendo del sol deslumbrante, caminando suavemente, ligeramente, lentamente, se volvió hacia el mundo civilizado.
Ray Bradbury, El vino del estío (Green Town)
The Invisible Man
A fora és tot una bogeria, pensa; se senten les bombes que no cauen de terribles avions, els tiroteigs se succeeixen entre silencis sense terror, el llum del foc es reflecteix a cada finestra, i les morts invisibles es fan visibles a l'altra banda de la via, riu avall.
I és moment de girar sobre un mateix, marejar-se tot veient el món passar a gran velocitat, potser d'aturar-se un breu instant per fer una cigarreta però de nou tornar a girar. I no poder veure món tot i abarcar una gran superfície de terra.
Un missatge escrit a l'aire xiuxiueja: "no és el moment d'esperar, és moment d'estudiar".
I és moment de girar sobre un mateix, marejar-se tot veient el món passar a gran velocitat, potser d'aturar-se un breu instant per fer una cigarreta però de nou tornar a girar. I no poder veure món tot i abarcar una gran superfície de terra.
Un missatge escrit a l'aire xiuxiueja: "no és el moment d'esperar, és moment d'estudiar".
tuit tuuiiit
hola hi hi yuju ...
lila sorra de platja autobús groc barret sant joan led zeppelin coldplay finestres sofà del starbucks història de l'art formentera lluna menorca petxines gats musa bruixa gnom music convers pigues ulls pell sal the doors un total! rodoreda murakami buda desig taquilles mira un negre! crêpes carxofes hores bruixes carrer petritxol paraules womansecret edredón pessigolles refranes entre las sábanas, risas entre las piernas dixan cafè amics de les arts nas cogombre olorant chococrispits tangerine extremo turco gelat de vainilla amb cookies libres òsculs ratlla d'ulls itàlia permanyer coixet pianista texans foradats groaor!
i va fent, va fent...
lila sorra de platja autobús groc barret sant joan led zeppelin coldplay finestres sofà del starbucks història de l'art formentera lluna menorca petxines gats musa bruixa gnom music convers pigues ulls pell sal the doors un total! rodoreda murakami buda desig taquilles mira un negre! crêpes carxofes hores bruixes carrer petritxol paraules womansecret edredón pessigolles refranes entre las sábanas, risas entre las piernas dixan cafè amics de les arts nas cogombre olorant chococrispits tangerine extremo turco gelat de vainilla amb cookies libres òsculs ratlla d'ulls itàlia permanyer coixet pianista texans foradats groaor!
i va fent, va fent...
Una madeja sin cuenda
Una madeja sin cuenda, un dios algo cansado, necesitado de sueño, o de sueños. Una respuesta absurda a otra pregunta no formulada, más absurda aún. Se mueve a tu lado, camina, la mayoría de veces salta, mira, habla, grita, muerde y vuelve a saltar, y de pronto, sólo camina, sin saltitos, sin mordiscos, con una pereza que le brota de tan adentro que no es suya, de tan íntima y desconocida. Y no sabe, y tú tampoco sabes, aunque lo sepas.
Y mañana lloverá, y las brumas y nieblas grises se levantarán de nuevo, briznas de incomprensión tejerán nuevas paredes y muros, y de nuevo el jardinero se levantará temprano para podar. Pero no podará, porque la niebla no puede cortarse con ningún filo material.
Así que el tiempo irá pasando, entre los dedos como arena de vacaciones, como el tiempo que se va mientras lo miras, mientras lo sueñas, mientras intentas ordenarlo, y de pronto habrá pasado. Y un buen día la luna volverá a bajar a la tierra para saltar entre la hierba verde y la arena de la playa, reunirá a sus consortes de nuevo y darán unas nuevas mil vueltas al mundo, hasta el principio de todo, donde la niebla vuelve a nacer y los pespuntes se deshacen.
Y mañana lloverá, y las brumas y nieblas grises se levantarán de nuevo, briznas de incomprensión tejerán nuevas paredes y muros, y de nuevo el jardinero se levantará temprano para podar. Pero no podará, porque la niebla no puede cortarse con ningún filo material.
Así que el tiempo irá pasando, entre los dedos como arena de vacaciones, como el tiempo que se va mientras lo miras, mientras lo sueñas, mientras intentas ordenarlo, y de pronto habrá pasado. Y un buen día la luna volverá a bajar a la tierra para saltar entre la hierba verde y la arena de la playa, reunirá a sus consortes de nuevo y darán unas nuevas mil vueltas al mundo, hasta el principio de todo, donde la niebla vuelve a nacer y los pespuntes se deshacen.
La Aurora
La aurora de Nueva York tiene
cuatro columnas de cieno
y un huracán de negras palomas
que chapotean las aguas podridas.
La aurora de Nueva York gime
por las inmensas escaleras
buscando entre las aristas
nardos de angustia dibujada.
La aurora llega y nadie la recibe en su boca
porque allí no hay mañana ni esperanza posible:
A veces las monedas en enjambres furiosos
taladran y devoran abandonados niños.
Los primeros que salen comprenden con sus huesos
que no habrá paraíso ni amores deshojados:
saben que van al cieno de números y leyes,
a los juegos sin arte, a sudores sin fruto.
La luz es sepultada por cadenas y ruidos
en impúdico reto de ciencia sin raíces.
Por los barrios hay gentes que vacilan insomnes
como recién salidas de un naufragio de sangre.
cuatro columnas de cieno
y un huracán de negras palomas
que chapotean las aguas podridas.
La aurora de Nueva York gime
por las inmensas escaleras
buscando entre las aristas
nardos de angustia dibujada.
La aurora llega y nadie la recibe en su boca
porque allí no hay mañana ni esperanza posible:
A veces las monedas en enjambres furiosos
taladran y devoran abandonados niños.
Los primeros que salen comprenden con sus huesos
que no habrá paraíso ni amores deshojados:
saben que van al cieno de números y leyes,
a los juegos sin arte, a sudores sin fruto.
La luz es sepultada por cadenas y ruidos
en impúdico reto de ciencia sin raíces.
Por los barrios hay gentes que vacilan insomnes
como recién salidas de un naufragio de sangre.
El vino del estío
– Tom –dijo Douglas–, prométeme algo, ¿sí?
– Prometido, ¿qué es?
– Eres mi hermano y te odio a veces, pero no te separes de mí, ¿eh?
– ¿Me dejarás entonces que ande contigo y los mayores?
– Bueno... sí... aun eso. Quiero decirte que no desaparezcas, ¿eh? No dejes que te atropelle un coche y no te caigas por un precipicio.
– ¡Claro que no! ¿Por quién me tomas?
– Y si ocurre lo peor, y los dos llegamos a ser realmente viejos, de cuarenta o cuarenta y cinco años, podemos comprar una mina de oro en el Oeste, y quedarnos allí, y fumar y tener barba.
– ¡Tener barba, Dios!
– Como te digo. No te separes y que no te pase nada.
– Confía en mí.
– No me preocupas tú –dijo Douglas–, sino el modo como Dios gobierna el mundo.
Tom pensó un momento.
– Bueno, Doug –dijo–, hace lo que puede.
Ray Bradbury, El vino del estío (Green Town)
– Prometido, ¿qué es?
– Eres mi hermano y te odio a veces, pero no te separes de mí, ¿eh?
– ¿Me dejarás entonces que ande contigo y los mayores?
– Bueno... sí... aun eso. Quiero decirte que no desaparezcas, ¿eh? No dejes que te atropelle un coche y no te caigas por un precipicio.
– ¡Claro que no! ¿Por quién me tomas?
– Y si ocurre lo peor, y los dos llegamos a ser realmente viejos, de cuarenta o cuarenta y cinco años, podemos comprar una mina de oro en el Oeste, y quedarnos allí, y fumar y tener barba.
– ¡Tener barba, Dios!
– Como te digo. No te separes y que no te pase nada.
– Confía en mí.
– No me preocupas tú –dijo Douglas–, sino el modo como Dios gobierna el mundo.
Tom pensó un momento.
– Bueno, Doug –dijo–, hace lo que puede.
Ray Bradbury, El vino del estío (Green Town)
Nacidos en tiempos difíciles
Aunque deberíamos, no nos sentimos apenas orgullosos u honrados de haber nacido en nuestro momento; tiempos de cambio de marchas, de acelerar sin dudar dejando una profunda humareda detrás; tiempos de bonanza material, siempre en el bando correcto, claro, en un espacio idóneo, libres -de ausencia, no de libertad- de guerras, de hambrunas y pestes. Nacimos sobre el tobogán.
Y sin embargo, o muy a pesar, nos libramos o nos perdimos la subida a la cima, no arrancamos cada paso a cada peldaño con nuestro esfuerzo, no sudamos ese gran premio que se deleita en la cúspide del tobogán. Así que allí nacimos, en la mejor posición, sin echar nada en falta pero vacíos por dentro, perdidos.
Delante de la rampa, un acelerado sinsentido difícil de apreciar, detrás, las escaleras, y una respuesta obvia: a dejarse llevar. No obstante, antes sería bueno bajar las escaleras y volver a subirlas.
Y sin embargo, o muy a pesar, nos libramos o nos perdimos la subida a la cima, no arrancamos cada paso a cada peldaño con nuestro esfuerzo, no sudamos ese gran premio que se deleita en la cúspide del tobogán. Así que allí nacimos, en la mejor posición, sin echar nada en falta pero vacíos por dentro, perdidos.
Delante de la rampa, un acelerado sinsentido difícil de apreciar, detrás, las escaleras, y una respuesta obvia: a dejarse llevar. No obstante, antes sería bueno bajar las escaleras y volver a subirlas.
Un dia d'aquests m'hauré d'ordenar, estic avisat. No fer ordre, moure les coses de lloc mentre cantussejo, no, ordenar ben ordenat.
És molt fàcil rentar els plats, o canviar les coses de lloc, o treure la pols. Però no és el mateix canviar les coses de lloc que posar-les al seu lloc, que només és un, i abans s'ha de trobar.
És a dir, primer m'he de trobar, després ordenar-me posant-me al meu lloc, i després? Què vindrà després? No ho sé, ja pensarem.
Tothom ho hauria de provar alguna vegada, o potser no, pot resultar molt perillós.
És molt fàcil rentar els plats, o canviar les coses de lloc, o treure la pols. Però no és el mateix canviar les coses de lloc que posar-les al seu lloc, que només és un, i abans s'ha de trobar.
És a dir, primer m'he de trobar, després ordenar-me posant-me al meu lloc, i després? Què vindrà després? No ho sé, ja pensarem.
Tothom ho hauria de provar alguna vegada, o potser no, pot resultar molt perillós.
mil moviments distants
Amb una bufada, un cop de vent aparentment fortuït (res més lluny de la veritat), les peces del trencaclosques volen, s’escampen, s’allunyen. Uns dits prims i capritxosos, mica en mica, juganers però pausats, van desempolsant aquelles peces que de llunyanes restaren oblidades, i els troben la seva peça veïna, el seu lloc entre les peces...i poc a poc, com més gustós resulta, la antiga imatge del trencaclosques que sempre perseguim tornarà a endevinar-se entre la boira. Fins la pròxima ventada, la pròxima parada.
A palabras necias, oídos sordos
Me cansé de gritar a los cuatro vientos que no tenía ganas, que quería que todos me dejaran en paz, que deseaba que el mundo me olvidara y la tierra me tragara.
Nadie me hizo caso, todos me ignoraron, pues sabían más bien que yo que nada de lo que decía era cierto, todos se creían muy listos y seguros. Me ignoraron pero sin olvido, manteniéndome maniatado al límite de la existencia, sufriendo de esa agónica invisibilidad que sus ególatras ojos sólo alcanzaban a atravesar para no chocar conmigo, nada más. Sin embargo, nadie ayudó, ninguno de ellos –tantos como piedras, malditas y bastardas– se acercó a echarme una sola mano de apoyo, ¿o quizá sí y en mi ceguera no lo pude ver?
No lo sé, no sé nada, sigo sin entenderlo.
Ahora, con la voz ronca de gritar en silencio, con callos y cortes de intentar agarrarme al viento, con la vista perdida de otear horizontes, me siento, me tumbo, me acurruco en el suelo sobre el frío de la nada, ni tan solo con desgana. Pues ya ningún deseo me queda para pedir porque todos fueron consumidos con la egocéntrica adulación a mi desgracia, que aún no era desgracia. Era soledad compartida.
Millones de nosotros gritamos solos en nuestras habitaciones internas, invisibles a los oídos de los demás, ciegos también a sus gritos, crecidos y empequeñecidos por nuestra ilusoria singularidad. Y lloramos por nosotros pero no por ellos, aún cuando ellos son tan nosotros o más de lo que podemos ser, y mordemos y maldecimos sus conciencias por el olvido que nos forjamos, y los odiamos a ellos porque son como nosotros; porque no miran hacia los demás, porque no tienden sus manos a quien en egoísta silencio las solicita, porque no entienden de porqués más allá de ellos mismos, ¡si son nuestro vivo reflejo!
Y volveré a gritar mil veces en silencio y nadie me oirá, y en la habitación adyacente otro yo ajeno a mí hará lo mismo y yo lo ignoraré, y en la de más allá nadie gritará con todos sus fuerzas y todos lo ignoraremos. Y aun cuando las paredes caigan entre nosotros seguiremos sin escucharnos, pues nuevos muros habremos levantado.
Nadie me hizo caso, todos me ignoraron, pues sabían más bien que yo que nada de lo que decía era cierto, todos se creían muy listos y seguros. Me ignoraron pero sin olvido, manteniéndome maniatado al límite de la existencia, sufriendo de esa agónica invisibilidad que sus ególatras ojos sólo alcanzaban a atravesar para no chocar conmigo, nada más. Sin embargo, nadie ayudó, ninguno de ellos –tantos como piedras, malditas y bastardas– se acercó a echarme una sola mano de apoyo, ¿o quizá sí y en mi ceguera no lo pude ver?
No lo sé, no sé nada, sigo sin entenderlo.
Ahora, con la voz ronca de gritar en silencio, con callos y cortes de intentar agarrarme al viento, con la vista perdida de otear horizontes, me siento, me tumbo, me acurruco en el suelo sobre el frío de la nada, ni tan solo con desgana. Pues ya ningún deseo me queda para pedir porque todos fueron consumidos con la egocéntrica adulación a mi desgracia, que aún no era desgracia. Era soledad compartida.
Millones de nosotros gritamos solos en nuestras habitaciones internas, invisibles a los oídos de los demás, ciegos también a sus gritos, crecidos y empequeñecidos por nuestra ilusoria singularidad. Y lloramos por nosotros pero no por ellos, aún cuando ellos son tan nosotros o más de lo que podemos ser, y mordemos y maldecimos sus conciencias por el olvido que nos forjamos, y los odiamos a ellos porque son como nosotros; porque no miran hacia los demás, porque no tienden sus manos a quien en egoísta silencio las solicita, porque no entienden de porqués más allá de ellos mismos, ¡si son nuestro vivo reflejo!
Y volveré a gritar mil veces en silencio y nadie me oirá, y en la habitación adyacente otro yo ajeno a mí hará lo mismo y yo lo ignoraré, y en la de más allá nadie gritará con todos sus fuerzas y todos lo ignoraremos. Y aun cuando las paredes caigan entre nosotros seguiremos sin escucharnos, pues nuevos muros habremos levantado.
La perversió
Temptació, luxuria, perversitat o dimoni, té també molts altres noms, però és sols una mateixa cosa. Si fos un moralista diria sense por que és el camí a l’autodestrucció, però no ho sóc pas, per tant, m’abstenc de donar lliçons que no hauré de complir. La perversitat és el sentiment irrefrenable, sutil i demoníac, que ens empeny, sense cap motiu racional ni força llògica o d’aparença natural, als actes més absurds, inútils i gratuits dels que ens en penediríem, molt probablement, si tinguéssim consciència i vida eternes. Però no les tenim, i mai podem jutjar des d’una perspectiva de completa serenitat les nostres actuacions, i sovint seguirem, i perseguirem, aquell consell maliciós del racó més obscur de la nostra consciència, o inconsciència.
Davant un penya-segat, a una passa de la caiguda, de la mort, de la destrucció, abraçat pel perill saludarem a la posibilitat de caure amb una mitja rialla, si no als llavis potser a la ment. Imaginar tan sols la situació conseqüent pot fer-nos desitjar avançar, sort tenim (per a la nostra autoconservació) de la raó, que ens infon temor per tal de conservar-nos, de conservar-se a ella (egoïsta). Però també en casos menys extrems està aquí el desig de la perversitat atemptant a qualsevol ordre i motiu, ni que sigui sensorial, sensual o sexual, per tal d’acostar-nos una mica més a aquella destrucció que ens guaita i ens espera al final del camí (el que fem amb ulls tancats). El desig irrefrenable de posar-hi les mans sobre una ferida oberta, d’arrencar la pell protuberant encara que ens faci mal. La força irracional que ens empeny als eterns vicis, i després busca infinitat d’arguments amb els que cobrir la culpa. El plaer obtingut pel perill, la possibilitat d’allò dolent, el dolor, la soledat, la foscor, la tristesa. Tot això també és perversitat, i cadascú ho sabrà en el seu grau, perquè dins la ment de cadascú la perversió prèn formes inescrutables i, probablement, inconfesables.
Pobres els bojos que es deixen emportar i engolir per aquestes temptacions. I no parlem de temptacions que infringeixen convenis socials o morals, no parlem de repressions per part del superjo, ja és prou clar de què parlem. Parlem igual del boig que mata al pare amb una destral perquè la idea ha brollat a la seva ment amb un impuls irrefrenable (per la cadena de la raó) que d’aquell que s’entrega setmana rere setmana al vici autodestructiu que va ensetar conscientment sense obtenir-ne cap reforçament positiu. I és que crèiem que la natura no les feia aquestes coses.
Davant un penya-segat, a una passa de la caiguda, de la mort, de la destrucció, abraçat pel perill saludarem a la posibilitat de caure amb una mitja rialla, si no als llavis potser a la ment. Imaginar tan sols la situació conseqüent pot fer-nos desitjar avançar, sort tenim (per a la nostra autoconservació) de la raó, que ens infon temor per tal de conservar-nos, de conservar-se a ella (egoïsta). Però també en casos menys extrems està aquí el desig de la perversitat atemptant a qualsevol ordre i motiu, ni que sigui sensorial, sensual o sexual, per tal d’acostar-nos una mica més a aquella destrucció que ens guaita i ens espera al final del camí (el que fem amb ulls tancats). El desig irrefrenable de posar-hi les mans sobre una ferida oberta, d’arrencar la pell protuberant encara que ens faci mal. La força irracional que ens empeny als eterns vicis, i després busca infinitat d’arguments amb els que cobrir la culpa. El plaer obtingut pel perill, la possibilitat d’allò dolent, el dolor, la soledat, la foscor, la tristesa. Tot això també és perversitat, i cadascú ho sabrà en el seu grau, perquè dins la ment de cadascú la perversió prèn formes inescrutables i, probablement, inconfesables.
Pobres els bojos que es deixen emportar i engolir per aquestes temptacions. I no parlem de temptacions que infringeixen convenis socials o morals, no parlem de repressions per part del superjo, ja és prou clar de què parlem. Parlem igual del boig que mata al pare amb una destral perquè la idea ha brollat a la seva ment amb un impuls irrefrenable (per la cadena de la raó) que d’aquell que s’entrega setmana rere setmana al vici autodestructiu que va ensetar conscientment sense obtenir-ne cap reforçament positiu. I és que crèiem que la natura no les feia aquestes coses.
Bla, bla blà!
Res funciona, tot s'entrebanca, tot s'espatlla... i tot rutlla, tot s'arregla i res t'estorba. Pum!
Llargs minuts, hores, lustres i eons, el temps s'atura i s'allarga com un xiclet d'algú altre, dels que són fastigosos, i pringa, com el fang més pudent imaginable, no, una mica més. Argh! Però res, crispetes salades en un cinema a la fresca, ple estiu, l'ombra d'arbres grans i atàvics sobre la gespa verda. Guspires de foc, llampecs i colors, petards i cohets il·luminen la nit, una nit gens fosca i fresca, amb una gran lluna i una gran llum, i música i ànims i festa. Festa! i colors, més colors, sempre colors, de tots colors: verd, blau, vermell, lila, groc i dels que els homes no saben, magenta, cian, beige... una explosió de colors i joguines surten d'un ou, un ou de pàsqua de closca pintada!
Festa!
Res funciona, tot s'entrebanca, tot s'espatlla... i tot rutlla, tot s'arregla i res t'estorba. Pum!
Llargs minuts, hores, lustres i eons, el temps s'atura i s'allarga com un xiclet d'algú altre, dels que són fastigosos, i pringa, com el fang més pudent imaginable, no, una mica més. Argh! Però res, crispetes salades en un cinema a la fresca, ple estiu, l'ombra d'arbres grans i atàvics sobre la gespa verda. Guspires de foc, llampecs i colors, petards i cohets il·luminen la nit, una nit gens fosca i fresca, amb una gran lluna i una gran llum, i música i ànims i festa. Festa! i colors, més colors, sempre colors, de tots colors: verd, blau, vermell, lila, groc i dels que els homes no saben, magenta, cian, beige... una explosió de colors i joguines surten d'un ou, un ou de pàsqua de closca pintada!
Festa!
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